sábado, 7 de mayo de 2011

POR QUÉ NO VOTARÍA POR KEIKO FUJIMORI
Porque siento que, al darle mi voto, estaría validando lo que el gobierno de su padre consintió: la extensión de una venenosa mancha de corrupción; el poder oculto del más siniestro traidor a la patria; el enriquecimiento ilícito y la violación de los derechos humanos como políticas rutinarias.

No creo en Keiko porque su plan de gobierno está sembrado de causas muy loables que, paradójicamente, ella casi ni abrazó desde su curul congresal. Su esmirriada producción legislativa (en cinco años apenas convirtió seis iniciativas en leyes) la coloca en el mismo nivel de Toledo y PPK, a quienes tanto critica por haber gobernado, según ella, de espaldas a la población. Digamos, en todo caso, que la inoperancia que aquellos mostraron desde el Ejecutivo, la señora Fujimori la practicó desde el Legislativo.

Además, Keiko Sofía no solo ha decepcionado en el Parlamento por su escaso trabajo. De acuerdo con una investigación del diario La República, la hoy candidata de Fuerza 2011 acumuló 500 ausencias, pasándole al Estado (es decir, a todos nosotros) la costosa factura de un millón, sesenta mil soles.

En esa misma línea, por qué habría de votar por alguien que a los 35 años no ha obtenido mayores logros profesionales. Keiko tiene un título en Administración de Empresas por la Universidad de Boston (cuyo controvertido financiamiento ha defendido con no pocas contradicciones), pero en esa carrera, por lo menos en el Perú, no hemos tenido ocasión de verla destacar. Dato curioso: entre 1993 y 1997, mientras concluía sus estudios en Nueva York, legiones de universitarios marchamos por todo Lima en contra del régimen de Fujimori, cantando arengas democráticas. Uno de los estribillos más populares aludía a su sobrepeso: “el pueblo tiene hambre y Keiko está muy gorda”.

No voy a votar por Keiko porque, aunque proyecta una trabajada imagen de pundonorosa madre de familia, el comportamiento que ella ha tenido con su madre me deja mal sabor. Cuando Susana Higuchi se separó de Alberto Fujimori, denunciándolo por someterla a diferentes maltratos, ella no lo pensó dos veces antes de suplantarla como Primera Dama. Cumplió seis años esa función. A diferencia de sus hermanos Sachi y Hiro que, por imparciales o diplomáticos, no tomaron partido visible tras la ruptura de sus padres, ella prefirió secundar al dictador en su mandato. A eso que los fujimoristas llaman ‘resignado sacrificio’, yo prefiero darle otro nombre: inescrupuloso hambre de poder.

En su mitin de cierre de campaña, a la candidata se le cayó el fustán cuando –inspirada por el clamor del auditorio– vociferó: “Que se escuche hasta la Diroes”, lapsus que no tiene más lectura que la obvia: ella pretende concederle a su padre la gracia del indulto. Deslices como ese alimentan todavía más la sospecha de que, en un eventual gobierno suyo, Alberto Fujimori saldría de la cárcel sin cumplir la totalidad de la pena que le impuso el tribunal del Poder Judicial más transparente de la historia.

No creo en ella, finalmente, porque ningún hijo hereda solo las cosas buenas. Ella tiene los rasgos autoritarios suficientes –y la absurda convicción de que Fujimori tuvo una gestión limpia– como para repetir aquellos trágicos excesos de los que buena parte del Perú ha tratado de olvidarse durante los últimos diez años.